Washington y Caracas: un juego de poder

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Desde que Trump volvió al poder, la relación con Caracas ha escalado dramáticamente. La administración estadounidense adoptó una estrategia de presión máxima: sanciones económicas severas, militarización del Caribe y una campaña diplomática e informativa que describe al régimen venezolano como un narco-estado.

Para Maduro, esa presión externa —unida a sanciones que han golpeado duramente la economía del país— se ha convertido en la base retórica de su justificación para mantenerse en el poder. Se presenta como “víctima” de una agresión imperial que busca arrebatarle los recursos naturales y subyugar al pueblo.

Trump justifica su ofensiva en nombre de la lucha contra el narcotráfico, pues, Maduro es señalado como cabeza de organizaciones narcodelictivas, acusaciones que han servido para legitimar ataques militares en el mar Caribe y amenazas de acción contra Venezuela. ¿Se trata de una ofensiva contra el narcotráfico o una excusa para intervencionismo? Diversos analistas señalan que detrás de esta narrativa hay también un claro interés geopolítico y económico: el control del petróleo, los recursos naturales y la influencia en la región.

Por su parte, Maduro ha mantenido un control férreo del poder: reformas electorales cuestionadas, exclusión de la oposición, represión de voces disidentes, y una institucionalidad autoritaria. La consecuencia ha sido un país en crisis prolongada: millones de venezolanos emigrando; economía en debacle tras décadas de mala gestión, los servicios básicos colapsan y los derechos humanos son vulnerados.

Sin duda, hay consecuencias para América Latina porque el choque entre Washington y Caracas ya no es solo bilateral: está redefiniendo alianzas externas. Maduro ha estrechado lazos con potencias como Rusia e Irán, en un giro geoestratégico que complica más la situación regional. A su vez, la comunidad internacional observa con preocupación cómo una escalada —económica, militar, diplomática— puede desatar un colapso humanitario aún mayor, nuevas oleadas migratorias, y un clima de inestabilidad que trascienda fronteras.

¿Es posible otro camino? La encrucijada es grave, pero no irreversible. Una salida sostenible implicaría un proceso de negociación internacional, garantías de respeto a los derechos humanos, un plan de reconstrucción económica y social, y la reinserción de Venezuela en un marco de cooperación regional estable.

Eso exige voluntad política auténtica de ambos lados: que Estados Unidos reconozca que la soberanía y la dignidad de un país no se negocian bajo amenazas; y que el gobierno venezolano acepte someterse a controles democráticos, garantice elecciones limpias y alivie el sufrimiento del pueblo antes que perpetuar su poder. Cualquier política, medida o sanción debería anteponer el bienestar humano y no el alineamiento geopolítico.

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