Por: Fedgar
A veces da la impresión de que el Ecuador despertó un día en un laberinto sin salida. No porque las paredes fueran nuevas, sino porque finalmente nos dimos cuenta de que llevábamos años caminando en círculos. La crisis política, esa que ahora parece un pantano, no empezó con un gobierno ni terminará con el siguiente. Es un síntoma, no una causa. Un espejo roto donde se refleja algo más profundo, nuestra dificultad para mirarnos a nosotros mismos, sin temblar.
La pregunta, entonces, se vuelve existencial: ¿qué tenemos que hacer para salir de este atolladero?, sí, pero también ¿qué país queremos ser cuando logremos salir? Tal vez el primer paso no esté en la política, sino en la conciencia. En aceptar que ninguna nación puede avanzar si su gente vive dividida entre el miedo y la indiferencia. Que no hay proyecto colectivo posible cuando cada uno cree que el problema es siempre el otro: el correísta, el anticorreísta, el de la costa, el de la sierra, el rico, el pobre. Hemos construido fronteras invisibles que pesan más que las geográficas. Y mientras sigamos aceptando esas separaciones como naturales, cualquier intento de reconstrucción será un mero maquillaje.
Necesitamos volver a la pregunta esencial: ¿qué significa convivir? No como slogan, sino como acto profundo. ¿Qué significa pertenecer a un país? Tal vez salir del atolladero empieza por dejar de ver la política como un ring y comenzar a verla como un espacio donde las fragilidades humanas se encuentran para intentar algo mejor. Porque en el fondo todos compartimos la misma incertidumbre: el país que heredaremos a nuestros hijos, el miedo a que la violencia nos arrebate la vida cotidiana, la sensación de que algo se nos está desmoronando entre las manos.
Pero también está la responsabilidad interior. No la moralina del deber ciudadano, sino esa responsabilidad íntima que nace del reconocimiento de nuestra propia vulnerabilidad. Ningún país se salva desde la comodidad. Ecuador necesita personas dispuestas a incomodarse: a pensar más allá del prejuicio, a escuchar más allá de su círculo, a actuar incluso cuando la esperanza parezca cansada.
Requerimos, además, recuperar la capacidad de asombro y de duda. Dos virtudes que la política ha ido erosionando. Asombro para volver a ver al otro como un ser humano, no como un adversario. Duda para no caer en las verdades fáciles que tanto daño nos han hecho. Sin estas dos, toda decisión pública se vuelve una repetición de errores pasados.
Como soñar no cuesta nada creo que el desafío de nuestro tiempo es crecer como sociedad. Y entender que toda salida, toda verdadera salida, empieza por dentro. Sólo entonces, cuando hayamos atravesado nuestra propia noche interior, podremos ver con claridad el camino que nos espera más allá del lodo.






