Por: Fedgar
Les confieso amigos lectores, que motivo de la celebración de estas fechas tradicionales, recuerdo, aquel canto protesta que tenía como estribillo, “Colada morada y guaguas de pan, Colada morada y guaguas de pan, los muertos, muertos están y los vivos carajo, cuando se levantarán” una canción muy bien ejecutada por el artista Antonio Barragán.
Pues, cada 2 de noviembre, el Ecuador se viste de recuerdos. En los cementerios florecen los colores de las coronas, las voces se apagan en un silencio respetuoso y las familias se reencuentran con sus ausentes. Es el Día de los Finados, una de las tradiciones más hondas y significativas de nuestra identidad cultural. Una fecha en que la muerte deja de ser tabú para convertirse en motivo de encuentro, de memoria y también de folclor.
En el corazón de esta conmemoración palpita una mezcla única de espiritualidad y costumbre popular. El aroma del pan de muerto, las guaguas de pan y la colada morada se confunden con los rezos, los cantos y las lágrimas. No hay ecuatoriano que no reconozca ese sabor entre dulce y nostálgico, esa sensación de compartir con quienes ya partieron, pero que siguen vivos en el recuerdo y en la mesa familiar.
Las tradiciones que rodean a los Finados son una herencia de nuestros antepasados indígenas y de la influencia cristiana que llegó con la colonia. Para los pueblos originarios, la muerte no era un final, sino una transformación: los difuntos permanecían junto a los vivos a través de la naturaleza y el espíritu. De esa visión nace el simbolismo del alimento compartido, la colada morada hecha con maíz negro, mortiño y hierbas aromáticas; una ofrenda que une dos mundos en un mismo gesto de amor.
Pero los Finados también tienen su lado folclórico, festivo y popular. En muchos rincones del país, las visitas al cementerio se acompañan de música, de vendedores ambulantes, de niños jugando entre las tumbas y de los colores vivos de la vida que se impone al silencio de la muerte. Es el contraste que nos caracteriza como pueblo: llorar y reír al mismo tiempo, recordar con tristeza, pero también con gratitud.
Hoy, en una sociedad que tiende a olvidar sus raíces, esta tradición nos invita a mirar atrás, a valorar el sentido de comunidad y de pertenencia. No se trata solo de mantener viva una costumbre, sino de comprender su mensaje profundo: la muerte no borra los afectos, los transforma en memoria.
Soñar no cuesta nada en la idea de que, el país entero se reconcilie con su pasado. Las guaguas de pan vuelven a nacer en los hornos, los campos santos se llenan de flores y los corazones se abren al recuerdo. Porque en medio de tanta prisa moderna, detenerse a honrar a los muertos es también una forma de honrar la vida.










