Por: Fedgar
El ayer, nos trae a la memoria la existencia de seres que no deben quedarse en el olvido; y que, tienen una razón de su existir, dentro del rol de nuestra vida. Para entenderlo, es menester rescatar ese ayer y ligar a nuestro presente, en función de proyectarnos al futuro; y lógicamente, en esa tarea, buscar entre los vericuetos de nuestro árbol genealógico, nuestras raíces.
Pues, es cierto que, en tiempos de prisa y desmemoria, solemos vivir de espaldas al pasado, como si nuestra historia empezara con nosotros. Sin embargo, si retrocediéramos diez generaciones, hasta nuestros decabuelos, descubriríamos que muchos de los que hoy consideramos extraños podrían ser, en realidad, nuestros parientes lejanos.
Cada generación humana abarca unos veinticinco o treinta años; por tanto, nuestros decabuelos habrían vivido en pleno período colonial, cuando esta tierra aún era la Real Audiencia de Quito. Ellos sin duda alguna, fueron testigos del mestizaje, de la unión de pueblos y culturas que, sin proponérselo, sembraron el origen de lo que hoy somos.
En esas raíces se cruzan los rostros del indígena que labraba la tierra, del colono que llegó buscando esperanza, del afrodescendiente que resistió la injusticia, y del mestizo que nació del encuentro y del contraste. Cada uno, desde su mundo y su tiempo, aportó su fuerza y su espíritu. De esa trama múltiple surgió el país que habitamos, aunque hoy parezca fragmentado.
Si pudiéramos reunir a todos esos decabuelos en una sola plaza imaginaria, veríamos un mosaico de rostros diversos, unidos por la misma sangre y la misma fe en el porvenir. Quizás ellos, más que nosotros, entenderían que el Ecuador es una sola familia extendida, dispersa en el tiempo, pero unida por una raíz común.
El tiempo, sin embargo, nos ha vuelto extraños. Los parientes desconocidos ya no están en los retratos antiguos, sino en las calles, en los barrios y en las provincias que a veces se miran con desconfianza. Nos separan ideologías, acentos o creencias, pero nos une una historia más antigua que todas las divisiones: la de un pueblo que nació del encuentro.
Como soñar no cuesta nada, recordar a los decabuelos no es mirar atrás con nostalgia, sino reconciliarnos con el origen. Solo quien reconoce de dónde viene, puede entender hacia dónde va. Y quizás, si en medio de nuestras diferencias recordáramos que alguna vez fuimos familia; familia de parientes desconocidos, podríamos empezar a reconocernos otra vez, con humildad, ternura y sobre todo con solidaridad y justicia a la sangre que se disuelve con los siglos. Esto escribo a propósito de que estamos próximos a celebrar el día de los que ya no están físicamente con nosotros.









