Por: Fedgar
A los ecuatorianos en estos tiempos de confusiones políticas y narrativas interesadas, conviene volver a lo esencial ¿Qué diferencia, en el fondo, a un gobierno democrático de uno autocrático? La respuesta puede parecer obvia, pero en la práctica latinoamericana y particularmente ecuatoriana, esas fronteras suelen desvanecer bajo discursos seductores que prometen orden, eficiencia o mano dura. Sin embargo, más allá de la retórica, los estilos de gobierno dejan huellas concretas en la vida cotidiana de las personas y en la salud de un país.
Un gobierno democrático parte del reconocimiento de que el poder no es propiedad de nadie. Es un encargo temporal, frágil y vigilado. Por eso se sostiene en contrapesos: una justicia independiente, un parlamento plural, órganos de control autónomos, prensa libre y ciudadanía activa. La esencia de la democracia no es la velocidad, sino la deliberación. No es el consenso forzado, sino el desacuerdo civilizado. Quien gobierna en democracia acepta la presencia del otro, incluso del que incomoda, y entiende que la diversidad no es obstáculo, sino fundamento.
El estilo autocrático, en cambio, concibe el poder como una prolongación de la voluntad personal. La institucionalidad se vuelve un estorbo; el debate, una molestia; la crítica, un enemigo. Allí donde el demócrata construye puentes, el autócrata levanta murallas. La autocracia no necesita destruir la democracia de un golpe, basta minarla lentamente, colonizando la justicia, presionando a la prensa, debilitando a los opositores y convenciendo a la ciudadanía de que “un solo líder” puede resolverlo todo. Es un sedante que adormece, pero que al final paraliza. En lo cotidiano, la diferencia se vuelve palpable: en un gobierno democrático los ciudadanos pueden expresarse sin miedo, reclamar sus derechos, exigir transparencia. En uno autocrático, el silencio se normaliza, la autocensura se instala y la vida pública se reduce a un guion oficial. La democracia abre ventanas; la autocracia cierra puertas.
Pero quizá la diferencia más profunda es espiritual. La democracia confía en las personas; cree en su capacidad de dialogar, decidir y corregir errores. La autocracia desconfía del ser humano; lo infantiliza, lo tutela, lo disciplina. La primera eleva, la segunda encoge. Hoy, cuando el mundo parece oscilar entre tentaciones autoritarias y fatigas democráticas, es necesario recordar que la democracia no es perfecta, pero es perfectible. La autocracia, en cambio, puede parecer eficiente, pero es esencialmente irremediable. Un país puede corregir sus instituciones, pero no siempre puede recuperar sus libertades una vez cedidas.
Como soñar no cuesta nada, pensemos en que, la verdadera diferencia no está solo en los modelos de gobierno, sino en el tipo de sociedad y de ser humano que queremos ser. ¿Buscamos la facilidad del mando vertical o la dignidad del debate horizontal?






