Por: Carlos Freile
La muerte de Rodrigo Borja al final de este año nos lleva a reflexionar sobre la calidad del análisis político en nuestro país. Entre los políticos activos desde el regreso a la democracia hemos tenido solo dos pensadores serios en este ámbito: el mencionado doctor Rodrigo Borja y el doctor Oswaldo Hurtado. Los demás detentadores del poder se han quedado en el papel de meros activistas y varios de ellos han mostrado vergonzosas falencias en su concepción teórica de la política.
Los análisis sobre la política ecuatoriana suelen adolecer de superficialidad (no incluyo a los dos pensadores mencionados), no ahondan en las raíces mismas del hecho político. Para esta afirmación, con apariencia de exagerada, me baso en los análisis realizados por el profundo pensador español Dalmacio Negro, fallecido hace un año. En la base de su pensamiento se halla la convicción de que la política, como toda obra humana, no debe analizarse sin partir de una reflexión sobre el ser humano.
El pensamiento político debe partir de la concepción de ser humano: será diferente el camino a recorrer si se origina en la afirmación de una vida meramente terrenal o de sostener la existencia después de la muerte. La comprensión de la diferencia entre ambas opiniones o certezas es indispensable para definir el papel de la política en las relaciones entre los seres humanos: para quien cree en la vida eterna, dentro del marco cristiano, la política tiene como objetivo impedir que reine el desorden producido por la esencial tendencia al mal. Por eso afirma Dalmacio Negro que la política tuvo en realidad un origen religioso: mantener por medio del poder civil el orden establecido por los dioses, algo que ya sucedía entre griegos y romanos. De allí la necesidad de nunca abandonar la duda sobre la pretendida bondad del ser humano y más bien planificar y actuar con la convicción de su tendencia a romper la norma natural.
El ser humano no tiene la razón de ser en sí mismo, según esta visión, por eso el análisis político debe tener en cuenta la existencia de Dios. El cristianismo le quitó a la naturaleza su carácter divino (“El mundo está lleno de dioses” afirmaba Tales de Mileto), por eso puso a la política como un medio para facilitar a los hombres la consecución de su destino definitivo y permanente.
Quien cree que el ser humano es bueno por naturaleza y siempre va a buscar el camino más adecuado para alcanzar el progreso indefinido y el bienestar sin mengua en este mundo, está condenado al fracaso reiterado. De allí la total falta de éxito, sin excepción, de todas las ingenierías sociales que han pretendido imponer la felicidad con diferentes prácticas autoritarias, desde la Revolución Francesa en adelante.




