Durante años se ha repetido el discurso de que los jóvenes han perdido el interés por la política, que ya no creen en los partidos ni en los líderes tradicionales. Sin embargo, esta afirmación, aunque contiene algo de verdad, ignora un fenómeno más complejo: las nuevas generaciones no han abandonado la política, simplemente la están transformando. Su forma de participación ya no pasa por los mecanismos convencionales, sino por espacios alternativos donde las causas, y no las siglas, son el centro del compromiso.
La desconfianza juvenil hacia las estructuras partidistas se explica por la corrupción, la falta de resultados y la desconexión de los políticos con los problemas reales. Pero esto no implica apatía. Los jóvenes se movilizan en redes sociales, participan en movimientos ambientales, feministas, de derechos humanos o de defensa de la diversidad. Su activismo se expresa en marchas, voluntariados, campañas digitales y proyectos comunitarios. No buscan ocupar cargos, sino provocar cambios concretos.
Esta nueva forma de participación es horizontal, colaborativa y global. Ya no esperan que las soluciones vengan de arriba; las construyen desde la base. No obstante, el riesgo está en que esta energía se disperse si no logra canalizarse hacia procesos institucionales que garanticen transformaciones duraderas. La política necesita renovarse, abrir espacios reales para que la voz de los jóvenes sea escuchada y valorada, no solo utilizada como símbolo de renovación.
El desafío es doble: los jóvenes deben entender que el cambio también requiere organización y persistencia, y las instituciones deben adaptarse a una ciudadanía más crítica, exigente y conectada. Solo así será posible tender puentes entre la indignación y la acción, entre la protesta y la propuesta.
El futuro político de nuestras democracias dependerá, en gran parte, de si logramos convertir el entusiasmo juvenil en una fuerza constructiva que revitalice la participación y devuelva a la política su verdadero sentido: el servicio al bien común.








