La salud mental, tema olvidado de la agenda pública

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Durante años, la salud mental ha sido tratada como un asunto secundario dentro de las políticas públicas, pese a que millones de personas en América Latina enfrentan ansiedad, depresión, estrés crónico y otros trastornos que afectan profundamente su bienestar y productividad.

La pandemia de COVID-19, las crisis económicas y la inseguridad social dejaron al descubierto una realidad que ya no puede seguir ignorándose: el sufrimiento emocional es una emergencia silenciosa. A esto hay que agregar las secuelas del paro indígena que, sin duda alguna, dejarán una huella en la sicología individual y colectiva, en la paz y seguridad de los ecuatorianos, especialmente de algunas provincias de la Sierra donde se radicalizaron las protestas.

La falta de atención estatal a esta problemática se refleja en la escasez de profesionales, la ausencia de programas preventivos y el estigma que aún rodea a quienes buscan ayuda psicológica. En muchos países, los servicios de salud mental se concentran en las grandes ciudades, dejando a comunidades rurales y sectores vulnerables sin ningún tipo de apoyo. El resultado es una sociedad que sobrevive, pero no sana.

Invertir en salud mental no es un lujo, sino una necesidad. Una población emocionalmente estable contribuye al desarrollo social, mejora la convivencia y reduce los índices de violencia, adicciones y suicidios. Los gobiernos deben incluir este tema en la planificación de salud pública con el mismo nivel de urgencia que otras enfermedades físicas, garantizando acceso gratuito, campañas educativas y atención profesional de calidad.

Ignorar el sufrimiento psicológico de la población tiene un costo humano y social altísimo. Reconocerlo y actuar con políticas concretas es un paso esencial para construir una sociedad más empática, saludable y justa. Porque cuidar la mente también es cuidar la vida.

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