La “Madre” como matriz de nuestro ser

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Por: Lisandro Prieto Femenía

Este domingo 19 de octubre festejamos en Argentina el día de la madre, un reconocimiento que si bien está anclado en la dimensión afectiva y familiar, nos invita a una meditación más profunda sobre la importancia ontológica y ética del rol materno. La figura de la madre no puede ser confinada a una mera función biológica-reproductiva o social, sino que debe ser entendida como una categoría fundamental en la constitución de la identidad humana y la emergencia de la moral. Es, en este vínculo primario, donde se inscribe la primera lección de alteridad, la primera experiencia de dependencia absoluta y la manifestación del amor incondicional como fuerza formativa.

Está claro que no somos nada sin nuestra madre; nuestra existencia es un testimonio palpable de su sacrificio y amor incondicional. Desde el momento de la concepción, cada uno de nosotros se convierte en “carne de su carne”, lo que refleja la esencia de la relación maternal. En palabras de William Wordsworth, “la madre es la fuente de nuestros días” (Wordsworth, Poems in Two Volumes, 1807), una afirmación que resuena con la profundidad de lo que significa ser humano. Este vínculo, tan intrínseco a nuestra identidad, se manifiesta no solo en la biología, sino en la experiencia diaria del cariño, la educación y la guía.

A medida que crecemos, el reconocimiento de este lazo se vuelve aún más pertinente. El filósofo Gabriel Marcel sostenía que el vínculo materno es una dimensión fundamental de la existencia, donde “la creación de un ser humano es una perpetua renovación de la luz en el misterio de la vida” (Marcel, La dignidad humana, 1964). Este vínculo se vuelve indisoluble, no sólo en el plano estrictamente emocional, sino también en el ontológico y espiritual, donde las enseñanzas y experiencias de nuestras madres perduran a lo largo de nuestras vidas. A menudo, en la búsqueda de la individualidad y la superación personal, nos olvidamos que nuestras raíces están profundamente ancladas en el amor y en el sacrificio materno, un hilo que teje la historia de nuestra existencia y nos conecta a lo sagrado, mientras nos recuerda en nuestros momentos de lucidez: nadie llega a sólo a ningún lado”.

Asimismo, el rol de la madre, al operar desde la entrega radical y el sacrificio constante, se erige como un arquetipo de la generosidad y el perdón. Recordemos que el escritor y pensador Víctor Hugo lo expresó de manera conmovedora al afirmar que “los brazos de una madre están hechos de ternura y los niños duermen profundamente en ellos” (Hugo, s.f.). Más que una metáfora sencilla o imagen poética, esto sugiere que el regazo materno es el primer lugar seguro del cosmos, el origen de la paz que el ser humano buscará, consciente o inconscientemente, durante toda su vida. La fuerza que emana de esta figura trasciende las leyes puramente racionales o naturales, siendo una potencia transformadora que ampara la fragilidad.

Es innegable, también, que la figura materna, en su manifestación como fuente de vida y refugio ha sido históricamente investida de una profunda dimensión sacra. En el ámbito antropológico y religioso, este rol se proyecta en el arquetipo atemporal de la “Diosa Madre” o la “Gran Madre”, principio generador que personifica a la Tierra (Mater) como origen de toda existencia. La Tierra y el Agua, en el pensamiento arcaico, eran consideradas el material primordial, “aquella que se penetra, aquella que se excava y que se diferencia simplemente por una resistencia mayor a la penetración” (Durand, 1981, p. 219). De esta matriz primordial surge la conexión ineludible entre lo femenino, la fecundidad y lo numinoso…

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