La corrupción institucionalizada: el desafío de reconstruir la ética pública

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La corrupción en América Latina, y específicamente en Ecuador, ha dejado de ser un hecho aislado para convertirse en un mal estructural que penetra las instituciones, distorsiona la justicia y debilita la democracia. No se trata solo de funcionarios que roban fondos o manipulan contratos; el problema es más profundo: la corrupción se ha normalizado, se ha vuelto parte de la cultura política y administrativa. Lo más grave es que, ante cada escándalo, la indignación social dura poco y la impunidad persiste.

Esta corrupción institucionalizada ha creado un círculo vicioso: el ciudadano desconfía del Estado, el Estado actúa sin transparencia, y los líderes políticos responden más a intereses particulares que al bien común. En este contexto, la ética pública —aquella que debería guiar toda acción de gobierno— ha sido desplazada por la conveniencia, el clientelismo y la falta de rendición de cuentas.

Reconstruir la ética pública implica mucho más que endurecer las penas o crear nuevas leyes anticorrupción. Requiere transformar las estructuras de poder, fortalecer la independencia de los organismos de control y, sobre todo, recuperar la credibilidad de la función pública. Cada funcionario, desde el nivel más alto hasta el más básico, debe entender que servir al Estado no es un privilegio, sino una responsabilidad moral frente a la sociedad.

Asimismo, la ciudadanía tiene un papel irrenunciable: la vigilancia constante y la exigencia de transparencia deben convertirse en prácticas cotidianas. No hay democracia sólida sin instituciones honestas, pero tampoco las habrá si el ciudadano se conforma con la indignación pasajera.

El verdadero desafío no es solo castigar la corrupción, sino erradicar su raíz: la aceptación silenciosa de la deshonestidad como parte del sistema. Solo cuando la ética vuelva a ocupar el centro del quehacer público podremos hablar de una reconstrucción real del Estado y de una esperanza renovada en nuestras democracias

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