Por: Sara Salazar
En los últimos años se ha instalado una narrativa curiosa, casi celebratoria, “las mujeres ya no buscan la aprobación masculina”. Se repite como un mantra en redes sociales, en ciertos círculos académicos y, por supuesto, en la industria cultural que se aprovecha de cada moda ideológica para vender empoderamiento en frasco plástico. Pero vale la pena detenerse y observar con un poco más de rigor lo que realmente está ocurriendo detrás de este eslogan emancipador.
Para empezar, la afirmación parte de una premisa falsa, que la aprobación masculina ha sido históricamente una especie de yugo patriarcal del cual las mujeres debían deshacerse. Esta lectura simplista pasa por alto una verdad olvidada, toda sociedad funciona a partir de aprobaciones mutuas, expectativas compartidas y formas de reconocimiento entre hombres y mujeres. La búsqueda de aprobación de los padres, de la pareja, de la comunidad no es una opresión, sino una característica humana elemental. La negación de esta realidad no libera, desconecta.
Lo que sí ha caducado, y eso conviene decirlo sin rodeos, es la idea de que las relaciones entre hombres y mujeres se basan en complementariedad. Hoy se propone un modelo donde la mujer solo se realiza cuando se desentiende del hombre, cuando demuestra que no lo necesita, cuando su autonomía se mide en función de cuánta distancia pueda poner entre su identidad y la masculina. Esta cultura del recelo permanente no empodera a nadie; simplemente destruye los puentes que sostienen la vida social.
Paradójicamente, mientras se pregona la “independencia total”, lo que vemos es una dependencia cada vez mayor, dependencia emocional de la opinión de desconocidos en redes sociales, dependencia ideológica de teorías prefabricadas y, sobre todo, una dependencia profunda del elogio institucional que exige sacrificios simbólicos a cambio de aceptación femenina. Se abandona la aprobación masculina para caer en la aprobación del colectivo, igual de normativo y mucho menos sincero.
El resultado es una generación que confunde libertad con aislamiento y que celebra como conquista lo que en la práctica es una ruptura de vínculos. Decir que la aprobación masculina ha caducado es, en el fondo, otra forma de decir que los hombres estorban, que sus expectativas no importan, que su presencia es prescindible. Y eso no es progreso, es resentimiento envuelto en discurso emancipador.
Si algo debería caducar, en realidad, es la idea de que hombres y mujeres deben enfrentarse como si el reconocimiento mutuo fuera una batalla de poder. La auténtica libertad no consiste en dejar de buscar la aprobación del otro, sino en elegir a quién vale la pena dársela y de quién vale la pena recibirla. Todo lo demás es propaganda disfrazada de revolución.










