El 2 de Noviembre, Día de los Difuntos, día de recuerdos y añoranzas, de religiosidad con diversos matices y diversas formas de expresión, mezcla de folklore, de fe, de tradición, de costumbres ancestrales de cada sector geográfico o cultural. Día de evocación de un ser querido fallecido, que viene acompañado de amor, ternura, llanto y de la inevitable reflexión sobre la vida y la muerte como elementos naturales esenciales de nuestra existencia. Porque, paradójicamente, la única certeza de la vida es la muerte.
En el Día de Los Difuntos, el cementerio rebosa de gente y sus tumbas se llenan de ramos, flores y tarjetas; y en el ambiente se respira un aire de recogimiento, de nostalgia, de oraciones y plegarias. Y no pocas lágrimas de esposos, abuelos, padres, hijos, parientes y amigos humedecen las lápidas y los epitafios. El cementerio de cualquier cultura es el espacio donde se imposibilita la falta de respeto y consideración hacia nuestros antepasados. El cuidado de los sepulcros convertidos en santuarios de reposo, nos permite reencontrarnos con nosotros mismos y con nuestros antepasados porque la muerte no puede tener la última palabra. Los difuntos están ahí, únicamente se adelantaron al sitio donde se inicia el proceso de descomposición, de transformación, donde la masa corporal se convierte en energía para otros destinos.
En el Día de los Difuntos, ¿hay quién recuerde a los millones caídos en las guerras a lo largo de la historia de la humanidad por causa de la ambición o de fanatismos religiosos, de obsesiones imperialistas, de locuras políticas al estilo de Hitler o Stalin y otras propias de la condición humana? ¿Y los millones de difuntos venidos de las conquistas imperiales?
En el lado prosaico de la vida, el Día de los Difuntos dinamiza el turismo por el desplazamiento de miles de deudos a sus lugares de origen para rendir el tributo a la nostalgia por el ser querido que se adelantó en el viaje final.
