Ecuador vive una crisis silenciosa pero devastadora en sus calles, avenidas y carreteras. Los accidentes de tránsito, lejos de ser hechos aislados, se han convertido en un fenómeno cotidiano que desnuda fallas profundas en la cultura vial, la institucionalidad y la capacidad de control del Estado. Cada semana, las cifras de siniestros y víctimas revelan un escenario que no solo afecta a las familias directamente involucradas, sino que además impacta en la economía, en la estabilidad comunitaria y en la confianza ciudadana hacia las autoridades.
La primera causa del descontrol es cultural: conducir en el país parece haber dejado de ser un acto de responsabilidad para convertirse en un ejercicio de temeridad. Exceso de velocidad, irrespeto a señales, manejo bajo efectos del alcohol y una peligrosa tolerancia social hacia la “viveza criolla” —esa que justifica invadir carriles, no usar casco o saltarse semáforos— forman un cóctel fatal. Es un problema que nace en lo doméstico, se consolida en la educación vial inexistente y se normaliza en las calles.
El aspecto institucional no es menos grave. Durante años, los sistemas de control han mostrado debilidad estructural: radares destruidos o manipulados, operativos esporádicos y sanciones que rara vez se cumplen. La falta de un modelo de gestión integrado entre municipios, Agencia Nacional de Tránsito, Policía y Ministerio de Transporte genera vacíos que los infractores aprovechan. La fragmentación institucional ha permitido que el caos avance más rápido que las políticas públicas.
A ello se suman carreteras en mal estado, transporte público congestionado y sin regulación efectiva, vehículos sin mantenimiento y una infraestructura vial que no crece al ritmo del parque automotor. El resultado es evidente: vías saturadas y peligrosas donde la norma es la excepción.
Pero nada cambiará mientras no exista una política nacional firme que combine educación vial obligatoria desde la escuela, controles tecnológicos permanentes, sanciones reales y una transformación cultural que entienda que la seguridad vial es un bien público. La prevención cuesta menos que la tragedia.




