Por: Fedgar
La vieja y respetada Asociación Ecuatoriana de Radiodifusión AER, durante décadas, fue un referente nacional. En sus mejores tiempos, la radio ecuatoriana no solo informaba: acompañaba, educaba, cohesionaba. Era un tejido invisible que unía al país desde las madrugadas campesinas hasta los atardeceres citadinos. Hoy, sin embargo, uno no puede evitar la pregunta que flota en conversaciones, pasillos y nostalgias: ¿qué pasó con AER?
La respuesta no es simple. La radio, como todos los medios tradicionales, fue golpeada por la transformación digital. Las audiencias migraron hacia plataformas inmediatas, veloces, sin pausa ni reflexión. El ruido de las redes sociales se impuso sobre la voz pausada de los locutores, y la inmediatez devoró aquella magia íntima que solo la radio sabía construir. En ese contexto, AER comenzó a perder espacio, influencia y sobre todo propósito.
Pero sería injusto culpar únicamente a la tecnología. AER también se debilitó por dentro. La falta de renovación institucional, la ausencia de una visión cultural robusta y una dirigencia más preocupada por sobrevivir que por reinventarse fue desgastando su rol histórico. En un país donde los valores culturales se diluyen entre crisis políticas y sobresaltos económicos, la radio pudo haber sido un faro. Pero la organización que debía liderar ese esfuerzo parece haberse quedado sin voz.
La música nacional, que antes encontraba en AER un aliado férreo, quedó relegada a horarios marginales. Las campañas educativas que solían recorrer el país en ondas de amplitud modulada se volvieron excepciones, no reglas. Y aquel sentimiento de comunidad que la radio articulaba, ese que hacía que un pueblo entero se sintiera acompañado por una emisora local, se convirtió en un recuerdo que hoy evocamos con cierta melancolía.
Pero tal vez lo más doloroso es constatar que AER dejó de incidir en las conversaciones relevantes del país. Ya no representa un contrapeso cultural ni un espacio de orientación pública. En un Ecuador dividido, saturado de incertidumbre y desinformación, el silencio de AER pesa más que sus palabras. Y en ese silencio se oculta un país que perdió una herramienta valiosa para defender su identidad.
Sin embargo, no todo está perdido. La radio sigue viva, aunque silenciosamente. En las comunidades rurales, en los taxis que recorren la ciudad, en los talleres mecánicos donde una frecuencia AM aún acompaña la jornada, la radio resiste. Quizá la pregunta ya no sea qué pasó con AER, sino si aún puede recuperar su sentido de misión.
Como soñar no cuesta nada, creo que los medios no desaparecen por falta de tecnología, sino por falta de propósito. Y si AER aspira a renacer, deberá volver a lo esencial: ser un puente entre las personas, un defensor de la cultura, un guardián de la palabra bien dicha. Ese es su legado. Y también su deuda.





