Por: Fedgar
Los ecuatorianos vivimos a prisa, estresados, sin paz, sin sosiego porque las demandas económicas, sociales y de estatus nos tiene de cabeza. Vivimos atrapados en urgencias que no siempre son nuestras. Corremos detrás de compromisos, temores y expectativas ajenas, mientras la vida, la de verdad, se nos escapa en silencios no atendidos. Estos tiempos nos han convertido en seres que reaccionan más de lo que reflexionan, que responden más de lo que escuchan.
Las urgencias actuales no solo son económicas o sociales; también son emocionales. El desgaste del día a día, la incertidumbre política, la fragilidad de los vínculos humanos, todo forma un paisaje donde lo inmediato se impone a lo importante. Y así, sin darnos cuenta, nos volvemos habitantes de un presente que no permite pausa.
En Ecuador, esta sensación se profundiza. La inseguridad, las tensiones políticas, la precariedad laboral y el desgaste social crean una especie de presión constante que empuja a las personas a vivir en modo supervivencia. Y cuando se vive así, es difícil pensar, crear, dialogar o incluso sentir con claridad.
Pero quizás la mayor urgencia de todas sea recuperar la calma. Volver a mirar al otro sin prisa, pensar antes de gritar, escuchar antes de juzgar. Este país, y cada uno de nosotros, necesita menos estridencia y más serenidad, menos velocidad y más propósito.
Las urgencias de estos tiempos seguirán ahí mañana. Lo que no siempre estará es nuestra capacidad de habitar la vida con sentido. Tal vez sea hora de recordar que, incluso en medio del caos, hay un espacio íntimo donde podemos reencontrarnos con lo esencial: lo humano.
Esta triste realidad la vivimos día a día, cuando testificamos de cómo se mueve la sociedad ecuatoriana. Corre de aquí a allá, como si fuera una sociedad robótica, que solo obedecemos órdenes. Ya no disfrutamos del contorno, de la brisa, de la naturaleza, del sol, del aire que respiramos. Todo lo hacemos a la carrera, como si alguien nos persiguiera.
Como soñar no cuesta nada, vale la pena llamar a la calma, a la reflexión, a un compás de espera, al sosiego, so pena de terminar, no solo exhaustos, sino también enajenados. Esta anómala conducta, se ven reflejadas en la intolerancia, en la falta de afecto, en la destrucción de una convivencia armónica y pacífica.





