Por: Roberto Camana-Fiallos
La inteligencia artificial (IA) ya no es un tema de ciencia ficción. Hoy, está sentada en nuestras aulas virtuales, observando, aprendiendo y enseñando junto a nosotros. Su presencia en la educación superior, especialmente en la modalidad a distancia, marca un antes y un después en la forma de aprender y enseñar.
En Ecuador, universidades públicas y privadas han empezado a experimentar con herramientas como ChatGPT, Gemini o Turnitin. Estos sistemas prometen personalizar la enseñanza, ahorrar tiempo a los docentes y ofrecer a los estudiantes una ayuda constante. Pero ¿estamos realmente preparados para convivir con la IA?
El entusiasmo es comprensible: nunca antes se había tenido acceso a tutores virtuales disponibles las 24 horas. Sin embargo, los docentes utilizan más estas tecnologías que los propios estudiantes. Muchos jóvenes aún se sienten inseguros o desinformados sobre su uso, lo que refleja una brecha digital preocupante.
La IA no solo automatiza tareas; también transforma la relación entre profesor y alumno. El docente deja de ser el único transmisor del conocimiento para convertirse en un guía que enseña a pensar críticamente, algo que las máquinas aún no pueden replicar. La educación, más que información, necesita humanidad.
Sin embargo, no todo es optimismo. Persisten barreras como la falta de capacitación, la escasez de recursos tecnológicos y el miedo a ser reemplazados. Este último punto es clave: la IA no debe sustituir al maestro, sino amplificar su potencial pedagógico.
La verdadera revolución educativa no depende de tener más algoritmos, sino de tener mejores personas que sepan usarlos con criterio, ética y creatividad. Formar usuarios críticos de la tecnología es tan importante como enseñar matemáticas o historia.
En definitiva, la inteligencia artificial puede ser una gran aliada de la educación si aprendemos a integrarla con responsabilidad. El reto no es que la máquina piense por nosotros, sino que nos ayude a pensar mejor.







