El delicado pacto entre el ser humano y la Tierra

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Por: Pablo Gabe

Lo ambiguo de nuestra relación con el planeta es tal que, mientras nos maravillamos ante ciertos paisajes, disfrutando de recorrerlos y contemplarlos, al mismo tiempo ejercemos sobre ellos una extracción que muchas veces roza el agotamiento de sus —nuestros— propios recursos. Nos sentimos tan pequeños dentro del mundo que lo imaginamos infinito. Sin embargo, es exactamente al revés.

¿Cuál es entonces nuestro rol? En Génesis 2:15, en el primer espacio físico que habitamos en la historia, se nos asigna una doble tarea: trabajar la tierra y cuidarla. No es casual que Adám (ser humano) y Adamá (tierra) compartan raíz. La relación entre ambos es inseparable: cuidamos la tierra para que ella también pueda cuidarnos. Por eso la pregunta por nuestro comportamiento —individual y colectivo— sigue siendo tan urgente.

El planeta nos ofrece una diversidad inmensa de recursos: agrícolas, ganaderos, mineros, hídricos, forestales, energéticos, biológicos, marinos y paisajísticos. No se trata aquí de describirlos uno por uno, sino de asumir que existen en un delicado equilibrio que debemos aprender a mirar en su conjunto.

Trabajar la tierra implica el derecho al usufructo: beneficiarnos de ella mientras la habitamos. Lo difícil es establecer el límite de ese derecho. ¿Dónde termina el uso y comienza el abuso?

La tradición judía introduce una idea fundamental para pensar ese límite: Shemitá, el descanso de la tierra. En el libro de Levítico (cap. 25) se enseña que durante seis años la tierra puede ser trabajada, pero en el séptimo debe reposar. Dios promete que lo producido antes alcanzará para sostener ese año de pausa.

¿Qué significa hacer que la tierra descanse? Fundamentalmente, reconocer que no somos soberanos. La Shemitá diferencia entre la propiedad absoluta y el usufructo responsable. Nos recuerda que no todo lo que podemos hacer, debemos hacerlo. Nos invita a detener el deseo, a aceptar una norma superior y a comprender que habitamos un mundo que no nos pertenece por completo.

Cuidar este planeta es agradecer por tenerlo, pero también asumir que muchos otros vendrán detrás. Y ellos también deberán poder vivir en él.

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