Por: Fedgar
Creímos de buena fe, que el 16 de noviembre iba a ser un día, en que los ecuatorianos al volver a las urnas, no solo para pronunciarse por un “SÍ” o por un “NO”; nos miraríamos, aunque fuese por un instante, en el espejo de nuestra propia responsabilidad cívica y aprenderíamos la lección. Sin embargo, a pocos días de aquel ejercicio democrático, la realidad nos golpea, con la desilusión de que no hemos aprendido nada.
Lo más preocupante no es el resultado en sí, sino la ligereza con la que volvemos a la rutina del desencuentro. Pasada la votación, regresaron las viejas trincheras, los mismos discursos altisonantes, las acusaciones que vuelan de lado a lado sin pausa ni pudor. Como si la consulta popular hubiese sido apenas un comercial político más en la programación diaria de nuestras divisiones.
Se nos olvida que la democracia no ocurre solamente cuando depositamos un papel en una urna. Sucede antes, cuando dialogamos; y después, cuando aceptamos con madurez los resultados, aunque no nos favorezcan. La jornada del 16 de noviembre pudo ser una oportunidad para recomponer el tejido social que venimos desgarrando desde hace años, pero no bastó. Y quizá ese sea nuestro drama más persistente: la incapacidad para mantener un acuerdo mínimo sobre lo esencial.
Los líderes políticos, por su parte, tampoco parecen haber captado el mensaje. En lugar de bajar el volumen, volvieron a subirlo. En lugar de tender la mano, volvieron a señalar culpables. Y nosotros, ciudadanos cansados, pero no siempre conscientes, caemos una vez más en el juego del antagonismo estéril. Así se reproduce un círculo que termina debilitando la confianza en las instituciones, en los procesos y, sobre todo, en nosotros mismos.
Porque al final, el problema no es únicamente político: es profundamente humano. Nos cuesta reconocer que una nación no se construye a base de victorias parciales, sino de renuncias compartidas. Nos cuesta aceptar que la democracia no es la imposición de una verdad, sino la convivencia de muchas verdades posibles. Y mientras no entendamos esto, ninguna consulta, elección o votación será suficiente para corregir el rumbo. Quizá por eso, al mirar la semana que siguió al 16 de noviembre, uno siente que la gran lección se diluyó en el ruido cotidiano. Como si la historia nos diera una y otra vez la misma clase, y nosotros, tercos alumnos, olvidáramos tomar apuntes.
Como soñar no cuesta nada, al parecer, el aprendizaje que nos falta, no estaba en las urnas, ni en los discursos, ni siquiera en las promesas de cambio. Está dentro de cada uno de nosotros, en esa zona íntima, donde se decide si queremos repetir el mismo país de siempre, o nos atrevemos a soñar en uno distinto.






