Por: Lorena Ballesteros
Desnudarse es despojarse de los adornos innecesarios; es quitarse las máscaras, desprenderse de lo que pesa y ya no representa. Es un gesto de honestidad, a veces de valentía, otras de rendición.
En la infancia, la desnudez es sinónimo de pureza, de inocencia, de libertad. El cuerpo es apenas un vehículo para jugar, correr, mojarse bajo la lluvia. No hay pudor ni culpa, solo una sensación de pertenencia a uno mismo y al mundo.
Después llegan los primeros años del pudor: el espejo se vuelve juez, la mirada del otro empieza a importar, y la piel se convierte en frontera.
En la adolescencia todo es ambigüedad. ¿Mucha ropa o poca ropa? ¿Qué se debe mostrar y qué se debe esconder? La desnudez deja de ser natural y se vuelve un tabú. A veces, los temores del cuerpo invaden el territorio del alma. Se aprende a cubrir, a cuidar y a esconder.
Con el paso de los años, la confianza en el cuerpo aumenta. Se vuelve una herramienta de provocación, de exploración y de descubrimiento. Muchas veces esa revelación del cuerpo destapa también la mente. Se derriban los mitos. Crece el sentimiento de pertenencia y de apropiación. Pero, en otras ocasiones, la desnudez interior se hace más compleja. Es más fácil esconderse detrás de las apariencias. También ocurre que el cuerpo se queda sin voz y se convierte en un instrumento para la complacencia ajena. ¡Ay, el cuerpo, puede ser un tormento!
Hay quienes se desnudan como acto de rebeldía. Dejan surgir sus ideas, aunque incomoden; muestran su cuerpo, su voz, su verdad. Desnudarse, entonces, se convierte en un grito de libertad, en una manera de decir “aquí estoy” mientras la sociedad insiste en regular y normar el comportamiento de los demás.
Con los años, se aprende que el tiempo también desnuda. Nos despoja de rencores, de soberbia, de inseguridades. Quizás el cuerpo deje de verse tan radiante como hasta hace una década atrás. Tal vez haya que bajar la luz para admirarlo. Pero, es en ese momento en que se aprende a cuidarlo, a escucharlo. Incluso se generan las ganas de exhibirlo para comprobar que todavía consigue emocionar a otros.
Las arrugas no son solo marcas del cuerpo, sino huellas del despojo: de todo lo que ya no necesitamos aparentar. Y con ese despojo viene la claridad. La satisfacción. El privilegio de disfrutar de uno mismo. De reír libremente, de escribir “a calzón quitado”, de decir no a lo que no aporta y decir sí “mil veces sí” a lo que genera placer.
Desnudarse, al final, no es exhibirse. Es aceptarse.
Es quedarse con lo que somos cuando el ruido se apaga, cuando ya no hay nada que demostrar, cuando aceptarse es la única verdad.